martes, 29 de noviembre de 2016

Pétalos sobre el Diván

Simulaba estar dormida mientras, llena de vida y con una sonrisa tímida en sus labios de seda, posaba recostada sobre el diván de mi estudio. Sus pestañas, soberbias y rebeldes, miraban hacia su barbilla en la que un pequeño hoyuelo y una diminuta y concisa nariz dulce, marcaban la simetría perfecta de su rostro.
Uno de sus brazos caía de costado, escondiendo su pecho a mis ojos, mientras que el otro servía de almohada y repose para su rostro, que quedaba enmarcado entre sus dedos y su cabello. Un cabello que se dejaba desmayar, lánguido, y que navegaba sobre su cuello, sensible y sinestésico, dejando la piel de sus hombros expuesta al anaranjado cielo violeta de aquella tarde y al cálido aire que entraba por el tragaluz de mi estudio. Seguía cayendo su piel hacia sus caderas para volver a subir y bajar en las melódicas curvas de sus piernas. Piernas que se envolvían y se enroscaban, cubriendo su vientre y ocultando su plena desnudez. Sus pies, pequeños, fugaces, azucarados, se posaban el uno sobre el otro, entrelanzando los dedos en un sutil jugueteo, mariposeando, dejándose atrapar y esparciéndose y haciéndose cosquillas los unos a los otros.
La luz y la sombra jugaban con ella. Viajaban por entre sus curvas y pliegues. Y parecían pugnar por cubrir una mayor proporción de su cuerpo. Por ser ellas las primeras en amarla. Por ser las primeras en acariciar la suavidad que explotaba en cada pequeño poro de su piel.
Y sin embargo, fue el propio diván el primero que la amó. Y el primero que la acarició. Fue él quien permitió a su cuerpo flotar sobre sus cojines. Quien dejó que se hundiera mientras, tímido y ajeno a mis ojos sobre ellos, prestaba su calor al de la piel de ella en una fotosíntesis intensa y cautivada.
Absorto. En silencio. Ante un lienzo en blanco intentaba comenzar mi trabajo. Mezclaba los pigmentos en mi paleta y mis pinceles se dejaban empapar por los colores, ansiosos por eyacularlos sobre la tela impoluta.
Pero mis manos eran incapaces de acercarse a ese lienzo. No querían ser cómplices de la profanación de estropear esa belleza. Pues eran conscientes de que nunca podría ser tan real como en ese preciso instante en el que ella simulaba estar dormida sobre un diván que la amaba sin pausa, mimando su piel palmo a palmo, dejando que el terciopelo la rozase mientras le erizaba el vello.
Yo, viejo y ducho en estas artes pictóricas, y experto ante la belleza femenina, habiendo pintado a más de un centenar de mujeres desvestidas, nunca me había visto en situación alguna como la que en aquel momento me abrasaba. Nunca mis manos se habían detenido ante un lienzo, ni mis ojos habían llorado lágrimas saladas al intentar retener toda esa metáfora irradiante de su gesto dormido. Pero así era. Así ocurría.
Todo desaparecía a nuestro alrededor y solo estábamos en el mundo ella, el diván y yo. Pero mi misión solo parecía ser observarlos. Dejar que la envidia y los celos por el cálido amor que el diván hacía sobre ella me subyugara y me hiciera lamentarme en lo más profundo de mi ser por ser un simple humano. Por no poder ser aquel diván y estar rozando cada milímetro y cada centímetro de su piel.
Dábamos miles de vueltas. Sobre estrellas que antes no existían y que ahora nos invandían. Y el canto de las golondrinas mensajeras nos se propagaba a nuestro alrededor profunda e irremediablemente. Nos hacía sentir a los tres; musa, diván y artista, fieles protagonistas de una escena viral y fugaz. Todo se llenaba de color a nuestro alrededor y nos dejábamos llevar, quietos, en silencio, sin mover ni un solo músculo, por esta implosión cuántica que nos abordaba.
Mi cabeza se envolvía de un placer infinito mientras mi alma y mi cuerpo danzaban un vals serpenteante sobre la piel de ella. Uniéndonos, mi alma, mi cabeza y mi cuerpo, al triángulo amoroso que ahora formábamos con ella, inmóvil y en sueño simulado, y con el diván.
La música de las golondrinas se hacía más y más intensa y nuestro amor se contraía y se expandía a cada vuelta, a cada momento en el que las golondrinas callaban y volvían a cantar. Y nos enredaban entre los mil pétalos de las mil flores que habían traído con su vuelo.
Nos dejábamos llevar en este triángulo de golondrinas y flores mientras las melodías cantaban a nuestro amor y a nuestra dicha y surgían versos y poemas olvidados de antaño. Versos que hablaban de la pureza del amor y la belleza. De la esencia de las cosas. De la esencia de la pureza. De la belleza de la esencia. Del amor a la belleza y de la esencia del amor.
Y así seguimos durante años, durante siglos y milenios. Sin envejecer, sin dormir, sin comer, sin mover ni un solo músculo. Sin morir y sin vivir. Perdidos por este amor puro e inaudito. Por este amor cubierto de plumas y flores. Por este amor que nos envolvía en recuerdos olvidados y olvidos recordados. Por este amor que se negaba a cesar y a morir.
Por este amor que se deshizo en un instante.
Un instante en el que me vi frente al lienzo, de nuevo, y en el que, el diván y yo, a los ojos de la luz anaranjada del cielo violeta de aquella tarde, la vimos desvanecerse en una nube de polvo y azúcar rosáceo. En una nube de polvo en la que desapareció el canto de las golondrinas. En una nobe de polvo en la que desapareció el aroma de los mil pétalos de las mil flores que trajeron con su vuelo. Y en una nube de polvo en la que mis lágrimas cayeron sobre un diván vacío, oscuro y polvoriento.
Sin embargo, al volver a mirar al lienzo y al ver, de nuevo, su sonrisa tímida en sus labios de seda, sus pies juguetones, sus ojos que simulaban estar dormidos, sus pestañas arrogantes y rebeldes, y sus brazos y piernas protectores, solo pude darme cuenta de que quien estuvo ante mi, no podría haber sido otra que una diosa de un tiempo muy anterior al nuestro.



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