Morimos de ansiedad por sentirnos amados bajo el cristal de las pantallas de nuestros ordenadores y de nuestros teléfonos. De esos teléfonos que atentan con su inteligencia a la inteligencia de los seres deshumanizados en los que nos hemos convertido con el desarrollo tecnológico que nos invade día tras día.
Sentimos esa necesidad férrica de recibir aprobación utópica sobre nuestras personas de un modo pseudoeróticamente hipersexualizado y en el que nuestra belleza y nuestra esencia se prostituye como mera mercancía capitalista al servicio de los mecanismos de control que ejercen los opresores sobre nuestros pensamientos, sentimientos e ideas.
Nos abandonamos en nuestra deshumanización al mero hecho de sentirnos, en esta falacia, queridos y admirados como puros objetos inanimados y carentes de sensibilidad. Nos dejamos llevar por las masas aborregadas en la pulcritud de nuestra inconsciencia puritana y contradictoria.
Y como pequeñas cenizas de incienso mecidas a su suerte por el latido de nuestros corazones y el rítmico sentir de nuestras almas, agrandamos la armadura incandescente y oxidada que oculta en el más oscuro, polvoriento y olvidado rincón a nuestro verdadero yo. A ese yo esclavo de las propias limitaciones a las que nos hemos sometido, de las propinas con las que lo alimentamos, y a las que creemos estar obligados en pura discronía discriminatoria, forzosa y veloz.
Nos hemos olvidado de los verdaderos humanos. Y hemos idiotizado a nuestros egos y condenado a nuestro nobis al más macabro y gelatinoso egoísmo hipócrita y letal que nos sigue recordando, más de veinte siglos después, que "homo homini lupus"... "el hombre es un lobo para el hombre".